Capítulo VIII - Donde se trata de la música antigua y moderna

-¡Por fin! -exclamó Michel-, vamos a hacer un poco de música.

-Y nada de música moderna -dijo Jacques-, que es demasiado difícil...

-Difícil de comprender -observó Quinsonnas-, pero no se hacer.

-¿Cómo? -preguntó Michel.

-Ahora te explico -dijo Quinsonnas-, y me voy a apoyar en un ejemplo impactante. Michel, abre el piano, por favor.

El joven obedeció.

-Bien. Siéntate ahora sobre el piano, sobre las teclas.

-¿Cómo? Quieres que...

-Siéntate, te digo.

Michel se dejó caer sobre las teclas del instrumento. Se produjo una armonía chirriante.

-¿Sabes lo que estás haciendo? -le preguntó el pianista.

-¡No tengo la menor duda!

-Inocente. Has hecho una armonía moderna.

-¡Es verdad! -dijo Jacques.

-¡Ahí tienes un acorde actual! Y lo más siniestro es que los sabios de hoy se encargan de explicarlo científicamente. Antaño sólo algunas notas se podían vincular entre sí; pero ahora se les ha reconciliado a todas y ya no insultan. ¡Son demasiado educadas para eso!

-Pero no por ello son menos desagradables -observó Jacques.

-Qué quieres, amigo mío. Hemos llegado aquí por la fuerza de las cosas. En el siglo pasado, cierto Richard Wagner, una especie de Mesías que no se ha crucificado bastante, fundó la música del futuro, y nosotros la sufrimos; en su época ya se estaba suprimiendo la melodía y él juzgó convenientemente que también se expulsara la armonía; la casa quedó vacía.

-Pero -dijo Michel-, es como si se pintara sin dibujo ni color.

-Precisamente -comentó Quinsonnas-. Hablas de pintura, pero la pintura no es un arte francés. Viene de Italia y de Alemania y me hace sufrir menos el verla profanada. Mientras que la música, hija de nuestras entrañas...

-Yo creía -dijo Jacques- que la música venía de Italia.

-Error, hijo mío. Hasta mediados del siglo XVI la música francesa dominaba Europa. El hugonote Goudimel fue el maestro de la Palestina, y las melodías más antiguas y más ingenuas son de las Galias.

-Y ahora hemos llegado a ese extremo.

-Así es, hijo mío. Bajo el pretexto de fórmulas nuevas, una pintura sólo se compone ahora de una frase única, prolongada, siseante, infinita. En la Ópera comienza a las ocho de la noche y termina a las doce menos diez. ¡Y si se prolonga cinco minutos más, le cuesta a la dirección del teatro una multa y doble sueldo a la guardia!

-¿Y nadie protesta?

-Hijo mío, ahora no se disfruta de la música; la gente se la traga. Algunos artistas han luchado contra esto; tu padre fue uno de ellos; pero después de su muerte, nadie ha escrito una sola nota digna de su nombre. O bien sufrimos la nauseabunda Melodía de la selva virgen, difusa, interminable, imprecisa, o bien se producen estrépitos armoniosos como el que acabas de ilustrarnos sentándote en el piano.

-¡Triste! -comentó Michel.

-¡Horrible! -agregó Jacques.

-Y también amigos míos -insistió Quinsonnas-, tienen que haber notado las orejas que tenemos ahora...

-No -respondió Jacques.

-Comparen las orejas antiguas con las de la Edad Media, examinen los cuadros y las estatuas, mídanlas y se van a asustar. Las orejas se agrandan a medida que disminuye la talla humana. ¡Esto va a terminar bien! Los naturalistas han ido a buscar muy lejos la causa de esta decadencia. La música sería la que nos modifica estos apéndices; vivimos en un siglo de tímpanos endurecidos y de oídos falseados. Comprenderán que no se escucha a Verdi o a Wagner sin que se resientan las orejas y el oído.

-Este diablo de Quinsonnas da miedo -dijo Jacques.

-Pero todavía se ejecutan las obras maestras antiguas de la Ópera -intervino Michel.

-Ya lo sé, replicó Quinsonnas. Sólo se es cuestión de que repongan Orfeo y Eurídice de Offenbach con los recitativos de Gounod a esa obra maestra y es posible que ganen algo de dinero gracias al ballet... ¡Este público ilustrado, amigos míos, quiere danza! Cuando se piensa que se ha construido un monumento de veinte millones para hacer maniobrar a esa gente que pasa saltando, realmente da ganas de haber nacido como esas criaturas...Se ha reducido Los hugonotes a un acto, y apenas se alza el telón tenemos algún ballet de moda; las mallas de baile se han vuelto de una transparencia perfecta y esto alegra a nuestros financistas; la Ópera, por lo demás, se ha convertido en sucursal de la Bolsa; allí se grita igual; los negocios se transan en voz alta y nadie se preocupa por la música...Y entre nos, la ejecución deja bastante que desear...

-Mucho que desear -agregó Jacques-. Los cantantes rechiflan, desbarran, aúllan, braman, hacen cualquier cosa menos cantar. ¡Un desastre!

-Y qué decir de la orquesta -continuó Quinsonnas-. Ha decaído completamente desde que los instrumentos no bastan para alimentar al instrumentista. ¡Ése sí que no es un oficio práctico! ¡Ah! ¡Si se pudiera utilizar la fuerza perdida de los pedales de un piano para vaciar de agua las minas! ¡Si el aire que escapa de los vientos también sirviera para mover los molinos de la Sociedad de las Catacumbas! ¡Si el movimiento alternado del trombón pudiera aplicarse a una sierra mecánica! Entonces sí que serían ricos y numerosos los ejecutantes...

-Te burlas -exclamó Michel.

-De ningún modo -respondió Quinsonnas- muy serio. No me sorprendería que algún poderoso inventor aparezca un día con algo así. La inventiva se ha desarrollado mucho en Francia. Es casi lo único espiritual que nos queda. ¿Pero quién sueña con divertirse? Aburrámonos unos a otros. ¡Ésa es la norma!

-¿Y todo esto no tiene remedio? -preguntó Michel.

-Ninguno mientras reinen las finanzas y las máquinas. Y, sobre todo, las máquinas.

-¿Por qué?

-Porque las finanzas tienen algo de bueno: pueden, por lo menos, costear las obras maestras. Y hace falta comer por muy genio que uno sea. Los genoveses, los venecianos, los florentinos en tiempos de Lorenzo el Magnífico, banqueros y comerciantes, apoyaron las artes. Pero a los mecánicos no les importa absolutamente nada que hayan existido Rafael, Ticiano, Veronese o Leonardo. Les habrían hecho la competencia con procedimientos mecánicos y ellos habrían muerto de hambre. ¡Ah! ¡La máquina! Como para horrorizarse de los inventores y de las invenciones...

-Pero tú eres músico -dijo Michel-. Trabajas, Quinsonnas. Pasas las noches con tu piano. ¡Niégate a ejecutar músicas modernas!

-¡Yo! ¡Qué ejemplo! Si hago lo mismo que los demás. Miren. Acabo de terminar una obra según los gustos de hoy. Y creo que tendrá éxito si hallo un editor.

-¿Y cómo se llama?

-La Thilorienne, gran fantasía sobre la licuefacción del ácido carbónico.

-¿Es posible? -casi gritó Michel.

-Escucha y decide -respondió Quinsonnas.

Se puso al piano. Más bien, se lanzó al piano. El desgraciado instrumento entregó sonidos imposibles bajo sus dedos, bajo sus manos, bajo sus codos; las notas entrechocaban y crepitaban como crujidos. Nada de melodía ni de ritmo. El artista pretendía describir la última experiencia que costó la vida de Thilorier.

-¡Eh!, gritaba. ¡Escuchen! ¡Comprendan! ¡Asistan a la experiencia del gran químico! ¿Se sienten dentro de su laboratorio? ¿No advierten cómo se escapa el ácido carbónico? ¡Estamos ante una presión de 495 atmósferas! ¡El cilindro se agita! ¡Cuidado! ¡El aparato va a estallar! ¡Sálvese quien pueda!

Y Quinsonnas, con un golpe de puño capaz de quebrar el marfil, reprodujo la explosión.

-¡Uf! ¡Terminado! ¡Imitativo! ¡Bastante bello!

Michel estaba atónito. Jacques no podía contener la risa.

-Y esperas algo de ese fragmento -dijo Michel.

-Por supuesto -respondió Quinsonnas-. ¡Es de hoy! Todo el mundo es químico. Me van a comprender. Pero la idea no basta; hace falta ejecutarla.

-¿Qué quieres decir? -preguntó Jacques.

-¡Indudable! Quiero asombrar a mi siglo con mi modo de ejecución.

-Pero me parece -insistió Michel- que ejecutas el fragmento estupendamente.

-¡Vamos, vamos! -dijo el artista-, alzándose de hombros. Si todavía no domino la primera nota, y hace ya tres años que me preparo...

-¿Y qué más vas a hacer?

-Es mis secreto, hijos míos; no me lo pregunten; me creerían loco y eso me va a desalentar. Pero les puedo asegurar que voy a superar el talento de los Liszt, los Thalberg, los Prudent y los Schulhoff.

-¿Vas a agregar tres notas más que ellos en la segunda? -preguntó Jacques.

-¡No! Pero quiero tocar el piano de una manera nueva que va a maravillar al público. ¿Cómo? No se los puedo decir. Bastaría una ilusión o una indiscreción y me robarían la idea. La miserable manada de los imitadores se precipitaría detrás, y quiero estar solo. Y eso exige un trabajo sobrehumano. Cuando esté seguro habré conjurado la fortuna, y diré adiós al tenedor de libros.

-Creo que estás loco -le dijo Jacques.

-¡No, no! No soy más que un insensato, lo que hace falta para tener éxito. Pero volvamos a emociones más suaves e intentemos que reviva ese pasado encantador para el que nacimos. ¡Amigos míos, ésta es la música verdadera!

Quinsonnas era un gran artista. Tocaba con sentimiento y profundidad, conocía todo lo que los siglos anteriores habían legado al presente y que los legos no aceptaban. Se dedicó al arte desde muy niño, pasó de maestro en maestro, completó con una voz dura, pero simpática, lo que faltaba a la ejecución. Desplegó ante sus amigos la historia de la música, desde Rameau a Lully y de éste a Mozart, Beethoven y Weber, los fundadores del arte; lloró con la dulce inspiración de Grétry y se entusiasmó con las páginas soberbias de Rossini y Meyerbeer.

-Escuchen -decía- estos cantos olvidados de Guillermo Tell, de Robert, de los hugonotes; y ésta es la época amable de Herold y de Auber, dos sabios que se honraban de no saber nada. ¿Y qué tiene que hacer la ciencia en la música? ¿Tiene acceso a la pintura? ¡No! Y pintura y música son una la misma cosa. Así se entendía este gran arte en la primera mitad del siglo XIX. No se buscaban fórmulas nuevas; nada hay nuevo ni por hallar en música, como tampoco lo hay en el amor. ¡Encantadora prerrogativa de las artes sensuales que son siempre jóvenes!

-Bien dicho -exclamó Jacques.

-Pero entonces -continuó el pianista-, algunos ambiciosos sintieron la necesidad de sumergirse en caminos desconocidos y llevaron tras ellos la música al abismo.

-¿Nos estás diciendo que no hay más músicos después de Meyerbeer y Rossini? -preguntó Michel.

-¡Así es! -contestó Quinsonnas-, modulando audazmente de re mayor a mi bemol-. No te quiero hablar de Berlioz, el jefe de la escuela de los impotentes cuyas ideas musicales se filtraron a folletines envidiosos. Pero veamos algunos herederos de los grandes maestros. Escucha a Félicien David, un especialista que los sabios actuales confunden con el rey David, primer arpista de los hebreos... Disfruta con recogimiento las inspiraciones sencillas y verdaderas de Massé, el último de los músicos con sentimientos y corazón, que nos entregó en su Indienne la obra maestra de su época...Y aquí tenemos a Gounod, el espléndido creador del Fausto, que murió poco después de hacerse ordenar sacerdote de la iglesia wagneriana...Y aquí está el hombre del ruido armónico, el héroe del estrépito musical, que construye su burda melodía como se fabrica la literatura más burda, Verdi, el autor del inagotable Trovatore, que tanto contribuyó a despistar el gusto de su siglo. Al fin vino Wagner...

Quinsonnas, en ese instante, dejó que los dedos corrieran a un ritmo incontenible, los dejó errar por los ensueños incomprensibles de la música contemplativa, avanzando a intervalos abruptos, perdiéndose en esas frases infinitas.

El artista había hecho resplandecer con talento incomparable los grados sucesivos de su arte; 200 años de música acababan de pasar bajo sus dedos, y sus amigos escuchaban mudos, maravillados.

De súbito, en medio de una potente elucubración de la escuela wagneriana, cuando el pensamiento sin rumbo se perdía sin retorno, cuando los sonidos daban paso a ruidos cuyo valor musical ya no era apreciable, empezó a cantar bajo las manos del pianista una cosa simple, melódica, de índole muy suave, de sentimiento perfecto. Era la calma que sucedía a la tempestad, la nota cordial después de los rugidos y los estruendos.

-¡Ah! -exclamó Jacques.

-Amigos míos -explicó Quinsonnas-, después de eso se ha producido un gran artista, desconocido, que en sí mismo reunió el genio de la música. Esto es de 1947, el último suspiro de un arte que muere.

-¿Y es? -preguntó Michel.

-Es tu padre, que fue mi maestro más querido...

-¡Mi padre! -exclamó el joven casi llorando.

-Sí. Escucha.

Y Quinsonnas reprodujo melodías que habrían rubricado Beethoven o Weber; elevó la interpretación hasta lo sublime.

-¡Padre, padre! -repetía Michel.

-¡Sí! -exclamó en seguida Quinsonnas, cerrando el piano con furia-. Y después de él, nada. Quién lo va a comprender ahora. Basta, hijos míos, basta de regresos al pasado. Soñemos con el presente. ¡Que la industria recobre su imperio!

Y diciendo esto tocó el instrumento, el teclado bajó y dejó ver una cama preparada y un toilette provisto de diversos utensilios.

-Miren bien lo que es capaz de inventar nuestra época: ¡Un piano-cama-cómoda-toilette!

-Y mesa de noche -agregó Jacques.

-Como dices, querido. ¡Está completo!


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