Capítulo XVII - Et in pulverum reverteris
¿Qué fue del desgraciado durante el resto de la noche? ¿Hacia dónde dirigió sus pasos el azar? ¿Se perdió sin poder abandonar esa capital siniestra, ese París maldito? ¡Preguntas insolubles!
Hay que creer que giró sin cesar alrededor y en medio de las innumerables calles que rodean el cementerio de Pére-Lachaise, ya que el viejo campo de los muertos se encontraba en pleno aumento demográfico. La ciudad se extendía por el este hasta los fuertes de Aubervilliers y Romainville.
Fuera como fuera, el hecho es que Michel, cuando el sol se elevó sobre esa ciudad blanca, se encontraba en el cementerio.
Ya no tenía fuerzas para pensar en Lucy; se le congelaban las ideas; parecía un espectro errante entre las tumbas; pero no un extranjero: se sentía en casa.
Subió por la gran avenida y tomó hacia la izquierda por esas callejas húmedas del cementerio bajo; los árboles cargados de nieve, lloraban sobre las tumbas brillantes; las piedras verticales que respetaba la nieve ofrecían, solas, los nombres de los muertos.
Muy pronto apareció el monumento funerario de Eloísa y Abelardo; en ruinas; tres columnas sostenían un arquitrabe carcomido; aún se mantenía de pie como la grecostasis del foro romano.
Michel miraba sin ver; un poco más lejos vio los nombres de Cherubini, Habeneck, Chopin, Massé, Gounod, Reyer, en el rincón reservado para los que vivieron de la música y quizás murieron de ella; siguió avanzando.
Pasó delante de ese nombre incrustado en piedra, sin fecha, sin penas grabadas a cincel, sin emblemas, sin fasto, ese nombre tan respetado en su tiempo, el de La Rochefoucauld.
E ingresó en una aldea de tumbas coquetas como casas holandesas, con reja pulida por delante y peldaños lustrado por piedra pómez. Le dieron ganas de entrar en ellas.
"Y descansar allí, reposar para siempre", pensó.
Esas tumbas recordaban todos los estilos de la arquitectura; había tumbas griegas, romanas, etruscas, bizantinas, lombardas, góticas, renacentistas, del siglo XX, que se reunían igualadas; la unidad la daban esos muertos, todos vueltos polvo bajo el mármol, el granito o la cruz de madera negra.
El joven seguía avanzando; subía poco a poco la fúnebre colina; quebrado por la fatiga, se apoyó en el mausoleo de Béranger y de Manuel; ese cono de piedra, sin ornamentos ni escultura, aún estaba de pie como la pirámide de Giza, seguía cubriendo a los dos amigos muertos.
A unos 20 pasos, el general Foy envejecía sobre ellos; envuelto en su toga de mármol parecía defenderlos todavía.
El desgraciado tuvo la idea, de súbito, de buscar entre sus nombres; ningún epitafio alcanzaba a hablar a su espíritu de manera suficiente; muchos estaban ilegibles, incluso los más fastuosos, en medio de emblemas desaparecidos, manos unidas, ahora distantes, escudos carcomidos; tumbas también muertas.
No obstante avanzaba, se perdía, volvía, se apoyaba en las rejas de hierro, entreveía a Pradier, cuya Mélancolie de mármol caía hecha polvo, a Desaugier, mutilado en su medallón de bronce; el recuerdo tumultuoso de sus alumnos en el Gaspard Monge y la llorona velada de Etex aún se afirmaban en la tumba de Raspail.
Siguió subiendo y flanqueó un monumento soberbio, de estilo puro, de orgulloso mármol, al que enlazaban jóvenes apenas vestidas que corrían y saltaban por un friso; allí leyó: "A Claiville, sus ciudadanos agradecidos."
Continuó. No muy lejos se veía la tumba inconclusa de Alejandro Dumas, de quien buscó toda la vida la tumba de otros.
Ya se encontraba en el sector de los ricos, que aún se daban el lujo de opulentas apoteosis; allí se mezclaban descuidadamente los nombres de mujeres honestas con los de famosas cortesanas que supieron ahorrar para un mausoleo; había algunos monumentos que podían confundirse con casas de mala reputación. Más allá se encontraban las tumbas de actrices, sobre las cuales los poetas del momento acudieron a verter vanidosamente sus versos desolados.
Michel se arrastró por fin hacia el otro extremo del cementerio, donde un magnífico Donnery dormía su sueño eterno en un sepulcro teatral, cerca de la sencilla cruz negra de Barriére, allí donde los poetas se citaban como en una esquina de Westminster, allí donde Balzac emergía de su lienzo de piedra a la espera de su estatua, donde ya no estaban ni siquiera los nombres de Delavigne, Souvestre, Bérat, Plouvier, Banville, Gautier, Saint-Victor y 100 otros más.
Más abajo, mutilado sobre su estela funeraria, Alfred de Musset veía morir a su lado el árbol que nombrara en sus versos más dulces y más llenos de suspiros.
En ese instante, el desgraciado recuperó la conciencia; se le cayó el ramo de violetas; lo recogió y lo depositó llorando sobre la tumba del poeta abandonado.
Y continuó subiendo más arriba, más alto, recordando y sufriendo; divisó París a través de un claro entre los cipreses.
El monte Valérien se alzaba al fondo, a la derecha, Montmartre seguía esperando el Partenón que los atenienses habrían situado en esa acrópolis; a la izquierda el Panteón, Notre-Dame, la Saint-Chapelle, los Inválidos, y, más lejos, el faro del puerto de Grenelle que eleva su aguda punta de 180 metros sobre la tierra.
Y abajo quedaban París y su acumulación de 100 mil casas; entre ellas surgían las chimeneas de 10 mil fábricas.
Más abajo, el otro cementerio; desde allí, algunos grupos de tumbas parecían pequeñas ciudades con sus calles, sus plazas, sus casas y sus iglesias y catedrales; fragmentos de una tumba más vanidosa.
Arriba, en fin, estaban los grandes globos armados de pararrayos que acechaban el trueno, evitaban que cayera el rayo sobre casas mal protegidas y cuidaban a París de su desastrosa cólera.
A Michel le habría gustado cortar las cuerdas que retenían a esos globos cautivos y que la ciudad se hundiera en un diluvio de fuego...
-¡Oh, París! -exclamó con un gesto de ira desesperada-. ¡Oh, Lucy! -murmuró, y cayó desvanecido sobre la nieve.