Capítulo VII

Con gran satisfacción de nuestros estómagos dieron las doce, en vista de lo cual nos detuvimos al pie de un olmo. Las escopetas y los morrales vacíos se dejaron a un lado. Después almorzamos para recobrar algunas de las fuerzas perdidas desde nuestra salida.

¡Triste almuerzo! ¡Tantas recriminaciones como bocados! ¡Qué horrible lugar! Un coto bien guardado lo destacaban los merodeadores. Debían colgarse uno de cada árbol con un letrero en el pecho. ¡La caza era ya imposible! En dos años no quedaría el menor vestigio de caza. ¿Porqué no prohibirla durante cierto tiempo? En fin, un cúmulo de frases pronunciadas por una reunión de cazadores que no se habían estrenado desde el amanecer.

Después volvió a empezar la disputa entre Matifat y Pontcloué, a propósito de la perdiz. Se mezclaron los demás en la discusión. Creí que al fin iban a acabar por golpearse.

Al cabo de una hora nos pusimos de nuevo en marcha, más ágiles. Quizás seríamos más felices antes de llegar la hora de comer. ¡Qué verdadero cazador pierde la esperanza hasta el último momento!

Los perros volvían a tomar la delantera. Sus dueños gritaban con voces que son muy parecidas, por lo terribles, a las voces de mando de la marina inglesa.

Yo les seguía con paso indeciso. Mi morral, aunque vacío, me molestaba. La escopeta me parecía pesadísima y me hacía acordar de mi bastón. Todo lo hubiera cedido con gusto a alguno de los palurdos que nos seguían, y me preguntaban en tono burlón cuánto había matado; pero mi amor propio me lo impedía.

Dos horas, dos largas horas pasaron. Habíamos andado ya quince kilómetros. Entonces empecé a tener la seguridad de que sería más fácil que volviese cargado de dolores a mi casa, que de perdices o codornices.

De pronto un ruido me distrajo. Era un grupo de perdices que se levantó de detrás de unas matas. Descarga cerrada. Lo menos quince tiros salieron, contando el mío.

De pronto se oyó un grito entre el humo. Miro, y veo aparecer a un hombre entre las matas.

Era un aldeano, con el carrillo derecho hinchado, como si tuviera una nuez en la boca.

-Bueno, una desgracia -exclamó Bretignot.

-No faltaba más que esto -repuso Duvauchelle.

Tales fueron las frases que les inspiró “el delito de heridas sin intención de matar”, según lo clasifica el Código. Y sin hacer caso corrieron tras de los perros, que traían sólo dos perdices heridas, y que mis amigos, que sin duda carecían de entrañas, acabaron por matarlas a puntapiés. Les deseo la misma suerte en iguales circunstancias.

Durante este tiempo, el aldeano continuaba inmóvil, con el carrillo hinchado.

Bretignot y sus compañeros volvieron a mi lado.

-¿Qué le pasa a usted, buen hombre? -dijo Maximon en tono protector.

-Tiene un perdigón en el carrillo -dije yo.

-¡Bah! eso no es nada -añadió Duvauchelle.

-Sí, sí -exclamó el aldeano, que creyó oportuno hacer ver la importancia del mal por medio de un gesto horrible.

-Pero ¿quién ha sido el torpe que ha hecho daño a ese pobre diablo? -preguntó Bretignot, mirándome con fijeza.

-¿Ha tirado usted? -me dijo Maximon.

-Sí, como todos.

-Entonces no hay duda.

-Es usted tan mal cazador, como Napoleón I -añadió Pontcloué, que detestaba el Imperio.

-¿Yo? ¿yo? -exclamé.

-No puede ser más que usted -me dijo severamente Bretignot.

-Decididamente, este caballero es un hombre peligroso -repuso Matifat.

-Cuando uno es tan torpe se rehúsan las invitaciones, sean de quien sean -añadió Pontcloué.

Y sin decir más se fueron.

Comprendí en seguida que me endosaban al herido.

Tuve el valor de sacrificarme. Saqué el portamonedas y le di diez francos al aldeano, cuyo carrillo se deshinchó instantáneamente. Sin duda se había tragado la nuez.

-¿Está usted mejor? -le dije.

-¡Ay, ay! me vuelve a empezar -respondió, mientras se le hinchó el carrillo izquierdo.

-Vaya, basta de broma; basta con un carrillo.

Y me marché.


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